Reseña libro: Benjamín Labatut, Un verdor terrible

BLANCH GUZMÁN
Escritora, guionista y productora.

Un verdor terrible | libro
Benjamín Labatut | autor
2020 | año
Anagrama | editorial

Detrás del azul profundo que admiramos en La noche estrellada, de Vincent Van Gogh, se esconde la historia de Johann Conrad Dippel, un alquimista que intentó crear el elixir de la vida mediante una mezcla de sangre, huesos, cuernos y pezuñas de animales a los que desmembraba vivos. Contrario a su propósito, ese elixir —conocido después como aceite Dippel— sirvió para sembrar muerte. Durante la Segunda Guerra Mundial envenenaron con él pozos de agua en el norte de África y, cuando accidentalmente el pintor Johann Jacob Diesbach lo convirtió en un nuevo pigmento, se utilizó para teñir los uniformes de la infantería del ejército de Prusia.

Benjamín Labatut, escritor chileno, sigue el rastro de destrucción de ese color en Un verdor terrible, una obra que nos arrastra hacia un terreno donde la ficción palidece ante la realidad. El libro contiene, en palabras de su autor, «un ensayo que no es ensayo, dos textos que tienen la forma de cuentos, una novela corta y algo parecido a una crónica autobiográfica», todas protagonizadas por científicos atormentados.

El químico Fritz Haber, el físico Karl Schwarzschild, los matemáticos Alexander Grothendieck y Shinichi Mochizuki, así como Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y Louis de Broglie, padres de la mecánica cuántica, nos llevan a recorrer momentos en que diminutas moléculas, complejas ecuaciones, el descubrimiento de los hoyos negros y la primera formulación de la mecánica cuántica abren un mundo en el que el conocimiento nos condena y nos salva al mismo tiempo.

Descubrimientos que llevan al suicidio

Fritz Haber fue el creador de la guerra química: sus gases venenosos cobraron miles de vidas. Su esposa Clara Helene Immerwahr, la primera mujer alemana en obtener un doctorado en química, luego de ver morir a un hombre atrapado en una nube tóxica lanzada por el químico, le reprochó haber pervertido la ciencia con su método para exterminar humanos a escala industrial. El horror que le provocó su esposo, como hombre y como científico, la llevó a la muerte. Fue él quien aniquiló su espíritu al obligarla a abandonar su carrera: «La forma opresiva de Fritz de ponerse a sí mismo primero, en nuestro hogar y matrimonio, simplemente destruyó mi personalidad, al no poder ser tan despiadada como él», le confesó a una de sus amigas por carta. Unos años después, la orilló al suicidio. Al terminar una fiesta que Haber organizó para celebrar un exitoso ataque con gas cloro durante la Primera Guerra Mundial, Clara tomó el revólver de servicio de su marido y se disparó en el pecho. Murió desangrada en los brazos de su hijo de 13 años. ¿Haber se detuvo? No, continuó mejorando sus métodos para que el veneno se extendiera con mayor eficacia.

Otros científicos tomaron el pigmento azul creado por Johann Jacob Diesbach y lograron extraerle un ácido que permitió la producción del cianuro, un tóxico incoloro, altamente venenoso y con un dulce olor a almendras. Cuando los aliados derrotaron a Hitler, miles de hombres, mujeres, niños y niñas en Alemania mordieron estas cápsulas venenosas.

Los suicidios tomaron la forma de La gran ola de Kanagawa, pintada con ese mismo tono de azul, y arrasaron con la plana mayor del nazismo. Cobraron la vida de 78 generales (53 del ejército, 14 de la fuerza aérea y 11 de la marina), 2 ministros y del mismo Führer. Luego, su uso se convirtió en un tsunami.

En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, los habitantes de Demmin, un pequeño pueblo al norte de Berlín, realizaron un suicidio colectivo al no poder detener el avance del Ejército Rojo. Los cadáveres llenaron las casas, los jardines, las calles y los ríos con notas que suplicaban a los demás hacer lo mismo: «¡Hijo, prométeme que te matarás!».

▲ © picture-alliance/Mary Evans. Picture Library/IBL Collections

Premios para criminales

Fritz Haber fue declarado criminal de guerra. Mientras huía para escapar de la justicia, recibió el Premio Nobel de Química por extraer nitrógeno del aire, un descubrimiento que realizó antes de incursionar en la fabricación de armas químicas. El nitrógeno es el principal nutriente de las plantas y en aquellos años la escasez de fertilizantes empezaba a causar hambruna mundial. Gracias a su hallazgo, la producción de alimentos aumentó e hizo posible que la población humana creciera de forma desorbitante. En tan sólo 100 años, pasamos de ser 1 600 millones de personas a 7 000 millones. Haber, sin embargo, no quería solucionar la escasez de alimentos: encontró el nitrógeno mientras buscaba materia prima para seguir dotando de explosivos a Alemania durante la Primera Guerra Mundial.

Al final se arrepintió, pero no por las muertes que su gas produjo, ni por el pesticida que ayudó a crear y que fue utilizado en las cámaras de los nazis para asesinar a algunos de sus familiares y a millones de judíos más, sino por haber encontrado la forma de extraer nitrógeno. Temía que las plantas aniquilaran cualquier otra forma de vida y cubrieran el planeta con su terrible verdor.

▲ Katsushika Hokusai. La gran ola de Kanagawa, xilografía, 25.7 x 37.9 cm, ca 1830.

Los colores tiñen de horror y desconcierto los relatos de la tercera obra de Labatut y nos llevan a cuestionar la neutralidad de la ciencia. ¿Quiénes hacen ciencia? ¿Para qué la hacen? ¿Quién se beneficia con ello? El conocimiento no es blanco y negro, tiene muchos matices y algunos nos pueden aniquilar.