HÉCTOR BOURGES
Director de Nutrición del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán.
Uno de los pilares de la salud individual y colectiva en su sentido más amplio, ha ocupado mi atención profesional durante más de medio siglo: la nutrición. Si bien en el lenguaje común “nutrición” es sinónimo de “alimentación”, en el lenguaje científico se refiere a un proceso inherente a la vida y que resulta de la compleja interacción entre alimentación y la herencia genética; implica una serie de factores ambientales (de índole física, biológica, psíquica y sociocultural) y con influencias conocidas como epigenéticas, que ocurren en las primeras etapas de la vida y modulan el metabolismo por el resto de la misma. De todos estos condicionantes, la alimentación es tal vez el más modificable.
La conformación de una dieta correcta exige que el sistema agroalimentario les asegure a todas y todos disponibilidad y acceso a alimentos culturalmente aceptables, a precio asequible y sanitaria, ecológica y nutriológicamente satisfactorios. En este sentido, cobra especial importancia el concepto de soberanía alimentaria, definida por la extinta Comisión Nacional de Alimentación como “el control pleno por parte del Estado de los elementos necesarios para que la población disfrute el modelo alimentario que, desde los puntos de vista de la salud, sensorial, cultural, económico, agrícola, industrial y ecológico, convenga más al país”.
México es una nación con grandes y variados recursos naturales, que en el pasado desarrolló una cultura alimentaria sobresaliente por su riqueza, diversidad y congruencia con la salud y la conservación ambiental. A pesar de contar con tantos recursos naturales y culturales, la población mexicana sufre diversos y complejos problemas de nutrición, en especial desnutrición infantil y estatura baja en uno de cada siete niños preescolares; deficiencias de cinc, yodo y vitaminas A y D; anemia en una de cada siete mujeres, en una de cada cinco embarazadas y en casi cuatro de cada 10 niñas y niños durante su segundo año de vida.
La población, en general, sufre una grave epidemia de obesidad acompañada de diabetes tipo 2, hipertensión arterial, exceso de colesterol en la sangre y algunos tumores. En esta breve relación se esconden un grande y costoso sufrimiento humano, así como serios obstáculos para el desarrollo nacional. Es urgente abordar estos problemas partiendo de una verdadera soberanía alimentaria que se exprese en un sistema agroalimentario, una industria y un comercio acordes y que se dé lugar a una alimentación que ofrezca las satisfacciones sensoriales, emocionales, intelectuales, estéticas y socioculturales indispensables para la vida humana plena.
Nuestra sociedad cuenta con antecedentes envidiables como la cultura alimentaria tradicional mexicana, producto de milenios de desarrollo y experiencia que, por su historia y significado, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés) distinguió, en 2010, como patrimonio intangible de la humanidad, notable por su riqueza, diversidad, equilibrio, atractivo sensorial y congruencia con la salud y la conservación del ambiente. Su base fue la cultura alimentaria mesoamericana con su gran diversidad —superior a la actual— y su exitoso mestizaje con la cultura mediterránea y árabe, e influencias africanas y asiáticas, que se disfrutaban hasta hace menos de 40 años.
En esa época había las llamadas “enfermedades de la desigualdad”, como la desnutrición infantil y la anemia, pero la obesidad y las enfermedades crónicas derivadas eran poco frecuentes. La urbanización caótica, la mundialización y la creciente ocupación formal de la mujer que antes dirigía y orientaba la alimentación doméstica, así como los cambios desfavorables en la oferta y precios relativos de algunos alimentos y productos, iniciaron el modelo erróneo, fundamentalmente nórdico, de supuesta modernidad, con bases comerciales y no de salud, que ha llevado al deterioro alimentario y a la pérdida de diversidad que hoy se padece, generando actitudes que han barbarizado la alimentación y la proliferación de mitos y obsesiones alimentarias.
Otras de las características de este cambio fueron el aumento del comportamiento consumista, las presiones mercadotécnicas desenfrenadas, además de una publicidad intensa, fantasiosa y desorientadora que promueve, como mejores, las formas occidentales de alimentarse. Se redujo gravemente el consumo de nixtamal, frijol, verduras y frutas para dar lugar a una dieta desequilibrada y con diversidad decreciente, excedida en cantidad, azúcar, grasas saturadas y sodio, pobre en fibras y con menor capacidad de saciar el apetito.
Pese al descuido mostrado y la velocidad con que se pierde, México posee todavía una rica biodiversidad que, junto con lo que resta de la cultura “patrimonio inmaterial de la humanidad”, debería ser la base tanto de una excelente alimentación y salud, como de una dieta sustentable dentro de un sistema agroalimentario debidamente reestructurado con base en las necesidades reales y bien establecidas de la población, y no en modelos comerciales que buscan en primer término rentabilidad, los cuales se inclinan al desperdicio, además de ser poco sostenibles.
Se ha propuesto que la población vire a dietas vegetarianas, pero más que optar por regímenes vegetarianos estrictos, la recuperación debería basarse en la soberanía alimentaria e inspirarse en la cultura alimentaria tradicional mexicana.