LA VERDADERA PANDEMIA ES LA DESIGUALDAD, NO LA COVID-19

PAUL HERSCH MARTÍNEZ
Actores Sociales de la Flora Medicinal en México,
Instituto Nacional de Antropología e Historia (ASFM-INAH).

UN EJERCICIO DE CONTEXTO EN EPIDEMIOLOGÍA 

La covid-19 es hoy objeto de múltiples y disímiles consideraciones. Aparece como motivo de duelo y preocupación, pero también como una oportunidad de reflexión y denostación. Y ahora que todos somos epidemiólogos, virólogos, salubristas y hasta prestidigitadores, vale la pena mirar más allá de lo inmediato, o más bien mirar precisamente a través de lo inmediato: ver aquello que preside esa inmediatez.

El trabajo ha generado en nuestras sociedades cada vez más dinero y riqueza, pero a la vez más desigualdad y depresión: más comodidad y autocomplacencia en unos cuantos, y más sufrimiento e incertidumbre en muchísimos. Una visión de conjunto reconoce la relación entre el ordenamiento social dominante, selectivamente incluyente, y la virosis que tomó por asalto calles y hospitales, pero también los medios de comunicación y los ánimos. Ese asalto, sin embargo, ha sido sistemático y progresivo,  y remite a un origen de larga data que no generó el virus.

México es uno de los países más desiguales de América Latina (Jusidman, 2009): la mitad de nuestra población se encuentra en condiciones de pobreza y seis de las personas más acaudaladas concentran más riqueza que 62.5 millones de compatriotas (Lawson et al., 2020). La desigualdad no es privativa de nuestro país. El año pasado, en el planeta, cerca de 600 millones de personas sobrevivieron con menos —mucho menos— de 190 dólares al mes (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2019); otros muchos, lamentablemente, no sobrevivieron. Al mismo tiempo, 2 150 millonarios acumularon más riqueza que 4 600 millones de personas. Pero si entendemos la desigualdad no sólo como la distribución inequitativa de ingresos, sino también de niveles de vida, de educación y de salud (PNUD, 2019), el término denota un fenómeno complejo y multifuncional, relacionado con la discriminación étnica, de género y de lugar de residencia (Jusidman, 2009). Si, además, desde una perspectiva epidemiológica contextual, entendemos la desigualdad como parte de un complejo estructural que abarca exclusión, desatención, ausencia programada (Santos, 2005), desechabilidad de seres humanos, colonialidad y subciudadanía, resulta manifiesto que la derivación de todo ello opera en una sinergia tan ubicua como patogénica.

Así, resulta un embuste fijar la atención exclusivamente en el virus que provoca la covid-19, obviando las causas estructurales del problema. Esta focalización reduccionista es análoga al fenómeno de lo que en medicina se denomina escotoma.

Ahora bien, un virus es una partícula de ácido nucleico; es decir, de material genético, de moléculas largas de ADN o ARN, rodeado de un envoltorio de proteína, capaz de reproducirse a expensas de las células que invade. El virus SARS-CoV-2, que provoca la enfermedad covid-19, consta de una cadena de ácido ribonucleico (ARN) y, como cualquier virus, no tiene vida en sí mismo: ocupa la de otros, se vale de la vida ajena. Penetra en la célula y no se distrae: va directamente a la jefatura, al lugar del que provienen las órdenes. Opera con eficacia y, de manera expedita, toma el control del núcleo celular. Una vez arrebatado el mando, instrumenta desde ahí a la célula para sus propios fines, se apodera de ella, se reproduce vertiginosamente a su costa y en ese proceso la mata.

La metáfora está ahí, a la mano. ¿Es privativo del virus este proceder? Un escotoma, por otra parte, es un área del campo visual no perceptible para el individuo. La palabra proviene del término griego skótos, que significa «tinieblas, oscuridad». Se trata de una incapacidad para captar las imágenes ajena a la voluntad de quien sufre esta condición. Es una zona de ceguera parcial que usualmente denota afectaciones de índole oftálmica o neurológica, como lesiones de retina, del nervio óptico, de las áreas visuales del cerebro, o vascular, como sucede cuando precede a algunas migrañas.

Sin embargo, existen también escotomas espurios, construidos socialmente en el transcurso del aprendizaje humano. En principio, no se trata de incapacidades de origen orgánico y expresión fisiológica, sino social. Aprendemos a ver, pero también aprendemos a no ver. Incorporamos ciertas visiones ajenas, prestadas o impuestas como si fueran nuestras. De ahí proviene la necesidad de esa vigilancia epistemológica que constituye un referente en la búsqueda de conocimiento: el no asumir esas impresiones, propias o ajenas —aunque tengan una razón de ser—, como hechos ciertos o definitivos. 

Así, desde otra perspectiva, ante la covid-19 atestiguamos el encuentro de una partícula de ARN con un escotoma.

Desde un enfoque contextual, la partícula de ácido ribonucleico se monta en el caballo de la desigualdad y, desde ahí, a galope, desigualmente se proyecta y daña. Se podría montar en una mula rejega, o de plano ir cojeando, con riesgo de no llegar a su destino. Pero lo hace «en caballo de hacienda» y a galope, porque nuestra sociedad pone a su disposición un brioso corcel. Siguiendo la metáfora, el virus no cría caballos, simplemente los monta. Sin ignorar su potencial de daño a la salud, el virus nos revela la condición del terreno, los vehículos que ponemos a su disposición; es decir, nos deja ver la naturaleza social de la desigual distribución de oportunidades. La covid-19 pone de manifiesto la distribución diferencial del daño evitable. Asimismo, refleja las dinámicas y los alcances de la desatención y la incuria, de las cuales se vale. Nos revela que la damnificación no es ni democrática ni igualitaria ni aleatoria, sino selectiva, tal como se ha dado con los sismos en México (Hersch, 2017).

Por eso los respiradores, las mascarillas N95, las camas y tantos otros recursos no se distribuyen aleatoriamente; la damnificación estructural que existe, con o sin la partícula de ARN, no depende del virus: éste sólo nos la muestra al vulnerar la salud. La privatización de los servicios, la comercialización de la atención médica, la mercantilización del sufrimiento, la venta de compasión, de respeto, de existencia, de sobrevida, todo entra en la cuenta. Tal vez la partícula de ARN nos restriega en la cara (sin cubrebocas), y tal vez menos en la conciencia, el grado al que ha llegado la naturalización de la desigualdad y la exclusión en nuestra sociedad; pone de relieve lo soslayado: la ya asumida programación política y económica —y, por consiguiente, la vulnerabilidad sanitaria-— de los selectivamente ausentados, de los descartables (Fassin, 2018). Con la mitad de la población en la pobreza, existen quienes, acomodados, descalifican a quienes no se encierran, pasando por alto que algunos de ellos salen aún a la calle impelidos por la necesidad, aunque de hecho viven, normal y paradójicamente, confinados en un cerco de miseria que no requiere de microscopía electrónica para ser identificado.

Así, la incapacidad para apegarse a medidas sanitarias de respuesta eficaz revela esa damnificación estructural, pero también su efecto diferencial. El mismo confinamiento —medida radical, esencialmente pertinente y aplicable para todos— se convierte, al entrar en contacto con la realidad social, en una medida selectiva que proyecta la desigualdad y la exclusión de base, porque las condiciones de confinamiento no son parejas: hay quienes no tienen acceso suficiente a los satisfactores básicos y ni siquiera en condiciones «normales» cuentan con un lugar digno donde confinarse, de forma que el virus (y en este caso el confinamiento prescrito) viene a ponernos frente al espejo, de nuevo. 

Y si las condiciones del terreno social son diferenciales, las del terreno fisiológico del individuo, los cuerpos y los sueños de los afectables, sus esperanzas y sus miedos también lo son: la obesidad, la hipertensión, la diabetes, el feminicidio, el racismo, la inseguridad, etcétera, se instalan cuando disponen de condiciones para ello, y en ellos encuentran terreno fértil enfermedades como la covid-19. La semilla, con sustrato, germina.

Por su parte, el escotoma social tampoco es aleatorio: si el de tipo neurológico o vascular puede dar pistas de su origen por su ubicación, el escotoma social, el implantado o autoimplantado, es también selectivo: no se ve aquello que incomoda, ni de lo propio ni de lo ajeno. Así, en este panorama a modo, el virus es el único protagonista y ello resulta funcional porque permite que el resto del asunto quede, como suele pasar, en la sombra.

LA POTENCIALIZACIÓN DE LAS ENDEMIAS

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), una enfermedad es una alteración del estado fisiológico en una o varias partes del cuerpo, por causas en general conocidas y que se manifiesta en síntomas y signos característicos, con una evolución más o menos previsible. Una epidemia, a su vez, es una enfermedad que ataca a gran número de personas o animales en un mismo lugar y un mismo periodo; una endemia es una enfermedad que afecta a un país o a una región determinada de forma o en fechas habituales, y una pandemia es la propagación mundial de una enfermedad.

El binomio de desigualdad-exclusión es así una enfermedad: altera el estado fisiológico de la sociedad, tiene causas en general conocidas, se manifiesta por síntomas y signos característicos y evoluciona de una manera más o menos previsible. Es a su vez epidémica, porque ataca a muchas personas en un mismo lugar y tiempo; endémica, porque lo hace de manera habitual; y, además, pandémica porque el alcance de su propagación es mundial.

Así las cosas, la verdadera pandemia atribuida obsesivamente a una partícula de ARN no es en esencia viral, sino social. Si la medicina es política y las enfermedades, como la salud, tienen una determinación social, entonces la conducta de las enfermedades, sus modos de diseminarse, de prevalecer, de afectar y distribuirse se encuentran permeados por la sociedad. 

Ello no implica negar la relevancia de los mecanismos microbiológicos, bioquímicos, moleculares, tisulares, físicos y de tanto tipo que participan en los procesos patológicos y que necesitan ser caracterizados, sino que demanda ubicarlos en su contexto; es decir, implica explorar de qué causa son efectos: cuál es precisamente el carácter o alcance social de la diseminación de las enfermedades y muertes, en particular de aquéllas que son evitables. Ésta es de hecho la palabra clave: evitabilidad, porque la conciencia de lo evitable remite precisamente a una responsabilidad humana ante la determinación social de los daños a la salud.

Así, desde una epidemiología incluyente —es decir, coherente con su definición misma—, el que una infección sea endémica, o inclusive pandémica, conlleva procesos de determinación social por explorar, denunciar y resolver. La desigualdad marca su impronta en los cuerpos humanos (Fassin, 1996).

Dos ejemplos de ello están a la mano. Uno es el perfil de los sujetos que presentan mayor vulnerabilidad al ataque viral. Ellos ya portan en su cuerpo su extracción de clase, su proveniencia cultural, su adscripción de género y portan, también, la impronta de sus condiciones de vida, ambientales, laborales, etcétera. Su organismo es o no, en virtud de ello, terreno propicio para la replicación del virus, y esto no es mérito de la cadena molecular del ARN; lo anterior, en cuanto a la vulnerabilidad construida del individuo como tal y en colectividad. La otra cara de la moneda en este binomio es la precarización de la salud pública impulsada en el proceso de privatización de la atención médica estimulado en nuestro país en el transcurso de los sexenios previos (López-Arellano y Jarillo-Soto, 2017). Hablamos de la ausencia sanitaria programada por un sector de la población y la ley del «sálvese quien pueda». Y tampoco esto es mérito de la diminuta partícula de ácido ribonucleico.

Es decir, al oportunista lo hace la oportunidad y también la mala entraña ya inherente a su naturaleza, en este caso su configuración molecular y su vocación parasitaria. El desmantelamiento de la salud pública —revelado en la aminoración de la calidad, la falta de accesibilidad y la baja eficacia de los servicios— determina en gran medida la letalidad de la virosis, que es la proporción de personas que mueren por una enfermedad entre los afectados por la misma en un periodo y área determinados.

Ahora bien, cuando se habla de lo habitual en epidemiología y en particular de las «enfermedades habituales» como situaciones «normales», aparecen las endemias. Y lo usual, en términos sociales, es algo que termina por naturalizarse. De ahí la invisibilidad de endemias sociales que se potencializan entre sí, y es esa sinergia la verdadera pandemia: el despliegue disparado por una conjunción de procesos ya arraigados, endémicos. Si el virus se vale de la célula y usurpa su control, en otra escala se vale a su vez del ordenamiento social excluyente que le permite saltar del alcance celular al colectivo. 

Así, la pandemia en curso es el alcance mundial de la sinergia de las endemias sociales de exclusión y desigualdad, efecto conjunto de la mercantilización a ultranza de todo en esta etapa del capitalismo, de la ausencia de democracia participativa real, de la colonialidad —con su jerarquización impuesta pero naturalizada de seres humanos, saberes, lugares y sentires (Restrepo y Rojas, 2010)—, del patriarcado y de la depredación sistemática de la vida. En su potencialización, esta síntesis tóxica —inédita en su capacidad de damnificación global y de producción diversificada de sufrimiento en las vidas de los damnificables concretos que a su vez genera— tiene el alcance global de una pandemia clásica. Sin embargo, la minimización de estas endemias causales y de su alcance conjunto conforma precisamente el escotoma socialmente construido. 

En lugar de la necesaria y sana escepticemia que prescribía Skrabanek (1999), tenemos la sangre saturada de noticias y pseudonoticias de todo tipo. Los locutores se han convertido en epidemiólogos. Si se analizan los mensajes que dominan las llamadas «redes» —que en rigor lo son, pero a menudo de alienación— vemos que esta contingencia es objeto de información y reflexión valedera, pero a su vez de manipulación, de falsedades, de llamados milenaristas al pensamiento mágico, de campañas políticas de desprestigio, de campañas personales de autodesprestigio y, en particular, son el vehículo de implantación y diseminación del escotoma social referido, que consiste en este caso y en resumidas cuentas, en la construcción de una partícula de ARN como causa sin causa, como «chivo expiatorio», cargando una malignidad que no es viral ni suya, sino que es social y nuestra. Es decir, el virus puede porque como sociedad lo facultamos para ello. Y damnifica a unos, y no a otros, por lo mismo.

Con las medidas de confinamiento preconizadas para disminuir los contagios, la verdadera pandemia madre se plasma en una cartografía geopolítica: ahí donde hay recursos, el encierro es posible, y ahí donde se vive al día, el encierro potencializa el daño. Asimismo, se expresa en función de cómo esa sinergia patogénica determina la configuración de las condiciones particulares de vida de los individuos, previas a cualquier virus.

Entonces, el objeto de la epidemiología es una cadena de encuentros. Las causas tienen causas. En una cadena sin sentido, lo determinado determina. Nosotros mismos somos causa y efecto, tal vez porque no llegamos a ser de manera significativa en otros, ni pausa, ni afecto. Alguien se topa con un virus y puede morir como consecuencia de ese encuentro, y puede ser que no haya siquiera quien recoja en días su cadáver abandonado en la vía pública. Otro, en cambio, se topa con otro virus exactamente de la misma ralea y ni siquiera se percata de ello. La muerte del primero no terminará ahí. Termina para quien se muere, pero esa muerte se prolonga: a su vez, nutrirá otros procesos causales, será a su vez un final y un inicio. Y lo que hace posible esa cadena sin sentido es nuestro «ordenamiento» social patogénico.

Confundimos las causas con las consecuencias. Se afirma que las consecuencias de una virosis por su extensión y su letalidad pueden ser, en un extremo, el colapso de un sistema de atención médica o el miedo diseminado. Pero ésas constituyen a su vez expresiones: son, en la terminología médica, signos (manifestaciones objetivas) o síntomas (manifestaciones subjetivas). Sin embargo, ni el colapso de ese sistema médico ni el miedo diseminado son estrictamente consecuencia lineal ni directa de la virosis, como tampoco es suficiente la capacidad nociva del virus; es decir, su patogenicidad para enfermar y matar. Y aquí cabe recordar justamente lo que Santos advierte sobre la distribución diferencial del miedo y la esperanza en nuestra sociedad, así como sobre la incertidumbre abismal de aquéllos que, sin asomo alguno de esperanza, viven en la certeza del destino de tener que sufrir el mundo por injusto que sea (2016, p. 331).

Toda seria vicisitud, toda adversidad de consideración, coloca a las sociedades y a los individuos en condiciones tales que ponen de manifiesto su trama profunda de posibilidades y contradicciones, usualmente desapercibida. Son los momentos críticos, en efecto, los que ponen a prueba la integridad y coherencia de los organismos, de los seres humanos y de las estructuras.

El daño evitable a la salud tiene una causalidad estructural. Los procesos de desatención e incuria que subyacen en la damnificación, como los procesos de atención y cuidado que subyacen en la salud —aun ubicables en sus coordenadas biológicas y físicas particulares—, tienen una determinación social. Y en este tenor, las graves consecuencias económicas de la pandemia tampoco son mérito del virus, que en realidad no es una partícula de ARN, sino una minúscula gota de agua que derrama un vaso rebosante de desigualdad y exclusión. 

Así que no es el virus la verdadera pandemia: es la sinergia patogénica de nuestras endemias sociales, estructurada a partir de tres procesos de desigualdad y exclusión íntimamente vinculados: el capitalismo, la colonialidad y el patriarcado. Su sinergia le confiere protagonismo a una diminuta partícula de ARN y determina así el alcance de una virosis.

Ojalá éstas sólo fueran palabras, entelequias o abstracciones, pero no lo son. Esos tres puntales actúan en sinergia, con un poder y capacidad de diseminación tales que rebasan, en tiempo y espacio, al de cualquier virus: configuran el terreno patogénico base donde, a través de la desigualdad y la exclusión, se expresan diversas modalidades de daño, persistentes y ubicuas, que tienen ya hoy un alcance planetario. Visibilizar ese terreno patogénico y sus determinantes es un paso fundamental para incidir en el proceso.

REFERENCIAS

De Sousa Santos, B. (2005). El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura política. Trotta.

De Sousa Santos, B. (2016). La difícil democracia. Una mirada desde la periferia europea. Akal.

Fassin, D. (1996). L’espace politique de la santé. Essai de généalogie. Presses Universitaires de France.

Fassin, D. (2018). Por una repolitización del mundo. Las vidas descartables como desafío del siglo XX. Siglo XXI Editores.

Hersch, P. (2013). Epidemiología sociocultural: una perspectiva necesaria. Salud Pública de México, 55(5), septiembre-octubre de 2013, 512-518. https://doi.org/10.21149/spm.v55i5.7252

Hersch, P. (2017). La dimensión política y epidemiológica de un terremoto: apuntes en torno a la damnificación naturalizada. En el Volcán Insurgente, 50, julio-septiembre de 2017, 28-59. http://enelvolcan.com/ediciones/2017/50-julioseptiembre-2017

Jusidman, C. (2009). Desigualdad y política social en México. Nueva Sociedad, 220, 190-206.

Lawson, M. et al.(20 de enero de 2020). Tiempo para el cuidado. El trabajo de cuidados y la crisis global de desigualdad. Oxfam International. https://oxfamilibrary.openrepository.com/bitstream/handle/10546/620928/bp-time-to-care-inequality-200120-es.pdf

López-Arellano, O. y Jarillo-Soto, E. C. (2017). La reforma neoliberal de un sistema de salud: evidencia del caso mexicano. Cadernos de Saúde Pública, 33, Sup. 2:e00087416. http://www.scielo.br/pdf/csp/v33s2/1678-4464-csp-33-s2-e00087416.pdf

Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. (2019). Informe sobre desarrollo humano 2019. Más allá de los ingresos, más allá de los promedios, más allá del presente: desigualdad del desarrollo humano en el siglo XXI. pnud. http://hdr.undp.org/sites/default/files/hdr_2019_es.pdf

Restrepo, E. y Rojas, A. (2010). Inflexión decolonial: fuentes, conceptos y cuestionamientos. Editorial Universidad del Cauca.

Skrabanek, P. (1999). La muerte de la medicina con rostro humano. Díaz de Santos.