ALFREDO MIROLI
Médico Inmunólogo.
Maestro en Medicina por la Facultad de Medicina, Universidad Nacional de Tucumán, Argentina.
Director del Instituto Centro Médico de Inmunología e Inmunoestética Fisiomolecular, Argentina.
Vivimos un tiempo importante de la historia. Lo recordarán nuestros nietos. Hablarán en su adolescencia y adultez de aquel año en que no pudieron ir al colegio o a la escuela, en que no salieron a jugar con sus amigos, ni los visitaron, ni los recibieron en sus hogares, en que no se reunieron los domingos con la familia, en que no frecuentaron al «nono», a la «abu», en que los humanos usábamos tapabocas, como canes con bozales.
Entendimos y entendemos el tiempo como una magnitud física usada para medir la separación entre, o la duración de, acontecimientos sometidos a un cambio que pueda percibirse por un aparato de medida o por un observador. Es un fluir constante de microsucesos que, al ordenarlos en grupos de secuencias, nos permiten hablar de pasado, presente y futuro. La cronología nos permite datar determinados lapsos breves (o momentos) y lapsos de mayor duración (o procesos); así, en una línea de tiempo graficamos los momentos como puntos y los procesos con líneas. Las formas para medir el tiempo y sus instrumentos son muy antiguos. Al principio se medían movimientos de los astros, especialmente el movimiento aparente del Sol. De manera progresiva, se crearon instrumentos como los relojes de Sol, las clepsidras o relojes de agua, los relojes de arena y los cronómetros; luego, se fueron perfeccionando hasta llegar al reloj atómico.
En 1916, Einstein abrió la posibilidad de explorar el tiempo como una cuarta dimensión y, a partir de entonces, la curvatura del espacio-tiempo se posicionó como uno de los máximos tópicos de interés en la física. Ese año, incorporó a su teoría el efecto de la gravedad y del movimiento acelerado en los marcos de referencia, para postular así la teoría general de la relatividad. Según ésta, el espacio se deforma por la acción de la gravedad, lo cual fue confirmado en 2016 y le valió el Premio Nobel de Física 2017 a Rainer Weiss, Kip Thorne y Barry Barish por ser los primeros en detectar de forma directa las ondas gravitacionales. Su existencia fue demostrada en el Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory (LIGO, por sus siglas en inglés) mediante interferometría láser. Estas ondas son producidas por los fenómenos más violentos del cosmos: explosiones de estrellas, colisiones entre estrellas de neutrones increíblemente densas o fusión de agujeros negros, y generan «arrugas» en el espacio-tiempo.
En 1927, Arthur Eddington acuñó la expresión «flecha del tiempo». A partir de entonces, se han considerando diferentes tipos de flechas temporales. Tres son las que nos interesan por ahora: la termodinámica, la cosmológica y la psicológica. La flecha termodinámica se basa en la segunda ley de la termodinámica, que indica que, en cualquier sistema cerrado, el desorden (la entropía) aumenta con el tiempo. Einstein usó la flecha cosmológica para explicar el tiempo como causado por un universo en expansión, pero se cree que el universo en algún momento empezará a colapsar (el «big crunch»). Finalmente, la flecha psicológica nos ayuda a percibir el tiempo. Los sucesos como hechos temporales se graban en el cerebro, fundamentalmente en la corteza prefrontal y la supraorbitaria izquierdas a través de un aumento de arborizaciones axónicas (acción de TKB endonucleares). Percibiremos como más larga en el tiempo una película aburrida, aunque en el giro de las manecillas del reloj dure siempre lo mismo.
Nuestras áreas cerebrales emotivas pueden liberar gran cantidad de neurotransmisores y hormonas relacionadas con el estrés y el malestar en la amígdala, en el diencéfalo y en el torrente sanguíneo (dinorfinas creadas por neuronas grandes del hipocampo, CRF por neuronas hipotalámicas, ACTH por la hipófisis, cortisol por la corteza suprarrenal, etc.). Al percibir con dichas áreas cerebrales este difícil tiempo que nos toca vivir, se genera en nosotros una flecha psicológica del tiempo mucho más larga y agobiante que la que marcan las manecillas de los relojes. El aislamiento social preventivo se nos vuelve intolerablemente largo, aunque no dure tanto. El bombardeo periodístico agobiante, el tsunami de mensajes de WhatsApp, el alud de videos en YouTube, entre otros estímulos, distorsionan severamente la flecha psicológica en este «nuestro tiempo en los tiempos de la pandemia por el virus SARS-CoV-2».
Se habla de aplanar paulatinamente la curva ante «el caos que se nos viene», de ganar tiempo para tener más camas disponibles para enfermos graves; para conseguir más respiradores que usen los enfermos ya con SARS; para capacitar profesionales que actúen como intensivistas, aunque no lo sean; para adquirir reactivos de laboratorio necesarios para las pruebas de RT-PCR o para las generadas por técnicas CRISPR o a través del Kit Control Swab de Abbott; para fabricar máscaras, barbijos, etc.; todo ello es necesario, pero la señal de alarma se dispara en nosotros: una fatigante, eterna, flecha psicológica.
Por ello, personalmente prefiero pensar ese ganar tiempo desde otro ángulo: no para prepararse ante «el caos», ante «lo que se viene», sino para la ciencia de este tiempo que nos toca vivir, que hemos llamado año 2020 d. C.
Pongamos por ejemplo el caso de la viruela. Tenemos datos claros sobre alguna de sus cuatro variedades desde los principios de la escritura, hace unos diez mil años. A mediados de 1718, lady Wortley Montagu regresó a Inglaterra desde Turquía, con sus hijas inoculadas con pus de las pústulas de las vacas. Poco después, en 1798, Edward Jenner hizo lo mismo y publicó científicamente sus resultados; así se inició lo que, a partir de entonces —aunque ya no provengan de vacas— llamamos vacunas. Debimos esperar hasta 1940 para que se aislara el virus de la viruela, y pasaron 22 años más para saber que se trataba de ADN de doble cadena. Hasta 1990 se secuenciaron sus genes. Fueron milenios.
Entre 1346 y 1347, la peste bubónica o negra mató aproximadamente a la mitad de la población europea de entonces. Transcurrieron casi 550 años hasta que, en 1894, Alexandre Yersin aisló al bacilo que la provoca. Fueron centurias.
En 1981, Michael Gottlieb, en San Francisco, anunció una nueva inmunodeficiencia, que luego fue llamada SIDA. Sólo dos años después, en 1983, Luc Montagnier y sus colaboradores aislaron el virus del VIH. En 1984, se lograron reactivos de laboratorio para el estudio de la población y de donantes de sangre y órganos. En 1985, inició el ensayo del primer medicamento contra este retrovirus, la 2,3-didesoxi-3-azidotimidina (AZT), y en 1990 ya conocíamos su genoma completo así como las variantes genotípicas mundiales: los virus vih-1 (genotipos A, B, C, D, E, F, G, H y O) y la otra, el vih-2. Fueron décadas.
En cada caso, los lapsos fueron propios de la ciencia de esos tiempos. A principios de diciembre de 2019, en Wuhan, China, se anunciaron casos de un nuevo Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, por sus siglas en inglés). En menos de 40 días, el 8 de enero de 2020, ya se conocía no sólo su agente, sino que además se publicó la secuencia entera de su genoma. En febrero se descifró toda la secuencia aminoacídica y se obtuvo la cristalografía de su enzima principal, la Mpro o 3CL, y las otras tres proteasas accesorias. En marzo, ya contábamos con los genomas completos de tres genotipos bien definidos y absolutamente secuenciados: los SARS-CoV-2 (A, B y C).
A fines de marzo, en menos de cien días, existían 72 medicamentos diferentes en ensayo para quienes ya habían contraído el padecimiento. Entre ellos, se cuentan medicamentos que resultaron eficaces contra otros virus (Ébola Marburgo, Ébola Zaire, Ébola Sudán, el virus de la influenza y el vih), y se ensayaba la eficacia del lopinavir, ritonavir, favipiravir, remdesivir, oseltamivir, etcétera. Otros eran antiparasitarios, como la ivermectina; otros, específicos para la proteasa principal de este virus —la Mpro o 3CL—, como el p13. Unos más no actúan contra las enzimas del virus o la polimerasa celular que lo copia, sino contra los procesos inflamatorios que ocurren en los pulmones —lo que la prensa bautizó como «tormenta citoquínica» y que en ciencia llamamos SIRS—: hidroxicloroquina, tocilizumab, sarilumab, anakinra. Existen otros tratamientos con el mismo objetivo, pero que buscan inhibir las quinasas asociadas al gen Janus, las JAK-1 y JAK-2, como el ruxolitinib. Contamos también con tratamientos que inmunizan inespecíficamente con BCG o pasivamente, como la transferencia de plasma de sobrevivientes con IgG neutralizantes contra el dominio N-terminal de la GpSpike del virus. También se analizaron medicamentos para quienes no portan el virus: vacunas preventivas. Ocho proyectos diferentes existían ya para fines de marzo, y tres, en ensayo en humanos. La más prometedora, desarrollada por un ayudante que hace cinco años no teníamos —la llamada IA (Inteligencia Artificial)—, es la vacuna mRNA-1273.
Todo esto aconteció no en centurias, no en décadas, no en lustros; toda esta maravilla ocurrió en sólo tres meses y medio.
Éste es nuestro tiempo, y éste es el tiempo que debemos ganar, tiempo no para «el caos que se viene» sino para las soluciones que muy pronto llegarán.
Tal pensamiento y convicción nos ayuda a que la flecha psicológica se presente más corta en nuestro cerebro, más breve que el movimiento de las manecillas de un reloj.
Sabemos que debemos cuidarnos, aislarnos, lavarnos las manos, guardar más de dos metros de distancia, usar barbijos para cubrir bocas y narices, usar pantallas, cubrir los ojos, etc., eso que todos en el mundo ya han escuchado casi hasta el hartazgo, porque si lo hacemos ganamos un día más para la ciencia maravillosa, exponencial, de este 2020.