ANDRÉS LUNA JIMÉNEZ
Doctorante en Historia, Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor del área de historiografía de 17, Instituto de Estudios Críticos.
El 18 de febrero de 2021, el mundo atestiguó la transmisión en vivo del amartizaje del Perseverance, el quinto vehículo que la NASA ha enviado exitosamente al vecino planeta rojo. Su misión consiste en tomar muestras del suelo del cráter Jezero, donde hace miles de millones de años se encontraba un extenso lago. Se espera que, si alguna vez hubo vida en Marte, estas muestras permitan a los científicos obtener las pruebas que lo confirmen definitivamente. No es raro escuchar que el éxito de una empresa como ésta representa la realización de una idea que hace apenas unas décadas sólo podría ser materia de la ciencia ficción. Como es sabido, mucho antes de que Estados Unidos y otros países llevaran a cabo las misiones que han transportado artefactos y astronautas al espacio exterior y a otros cuerpos celestes, estos traslados habían sido imaginados por toda una serie de producciones literarias, radiofónicas y cinematográficas que, aún hoy, nos parecen fascinantes. Pero, más allá de lo evidente, ¿qué nos sugiere lo anterior? Además del intercambio de ideas, imágenes y otros contenidos, ¿cuál es la relación que existe entre la ciencia y la ciencia ficción?
En cierto sentido, ciencia y ficción pueden parecer nociones opuestas: refieren actividades y productos incompatibles. El criterio empleado para establecer esta oposición es la referencia a la realidad. Hacer ciencia consiste en dar cuenta de ésta lo más fielmente posible. Hacemos ciencia en la medida en que somos capaces de demostrar que nuestras representaciones y enunciados corresponden, o al menos se aproximan, a la manera en que la realidad (natural o social) funciona. Por el contrario, sabemos que estamos frente a un producto de ficción cuando sus enunciados no se apegan a la realidad, cuando se trata de una representación que aprovecha y juega con las posibilidades que brinda, precisamente, ese desapego.
No es éste el espacio para entrar en los debates filosóficos y científicos que han problematizado tales consideraciones desde principios del siglo pasado. Digamos sólo que, desde hace algún tiempo, se ha instalado entre los teóricos del conocimiento la perspectiva que asume que la ficción no es algo opuesto a la ciencia, sino que, antes bien, la última requiere necesariamente de aquélla para llevarse a cabo. Tanto para la formulación de hipótesis como para distintos momentos de la resolución de problemas, los científicos necesitan de la ficción; no hay ciencia posible sin imaginación. Por el otro lado, la ficción no puede prescindir por completo de la referencia a la realidad; de lo contrario, simplemente nos resultaría incomprensible.
Los ejemplos que ilustran lo anterior son innumerables. Tomemos uno que nos servirá como alegoría. Entre las tantas premisas con las que la física cuántica (que se ocupa de estudiar el mundo subatómico) desafía la lógica y el sentido común, se encuentra el principio de entrelazamiento cuántico.
Éste señala que existen pares de partículas que 1) no pueden ser descritas de forma independiente, es decir, las propiedades físicas de una dependen de la otra, y 2) cuando una de ellas es medida para determinar sus propiedades, la segunda se ve afectada por dicha medición inmediatamente y de una manera idéntica que la primera. Es como si estuvieran unidas por una misteriosa conexión que los científicos, aún en la actualidad, no consiguen explicar del todo. A este fenómeno se le conoce como entrelazamiento cuántico. Albert Einstein, en un intento por refutar esta premisa, ideó un experimento mental en el que dos partículas entrelazadas son enviadas a puntos diametralmente opuestos del universo. Para que el principio de entrelazamiento se cumpliese, tendría que ocurrir una «fantasmagórica acción a distancia» («spooky action at a distance») que posibilitara que la partícula B supiese la afectación que la medición había producido en la partícula A. Con ésta y otras alusiones irónicas, Einstein quería señalar que el sistema que la física cuántica estaba construyendo para explicar el mundo subatómico, si bien funcionaba en sus ecuaciones matemáticas, no podía ser verdadero. No obstante, un equipo de científicos de la Universidad Técnica de Delft, en Holanda, concluyó en 2015 un experimento que comprueba el principio del entrelazamiento cuántico.
Sirva este relato para ilustrar dos cosas. La primera es que, tanto la formulación de este principio, como su intento de refutación por parte de Einstein, requirieron, como tantos otros conocimientos físicos que han posibilitado aplicaciones técnicas antes inimaginables, de experimentos mentales. Estos no son sino ficciones que permiten a los científicos imaginar situaciones y derivar ideas e imágenes a partir de ecuaciones matemáticas que, por sí mismas, son incomprensibles para casi todos los seres humanos y que, en ocasiones, parecen no tener sentido, incluso para quienes poseen una formación matemática que permite entenderlas. La segunda es que, como demuestra la misión del Perseverance, el conocimiento y la técnica alcanzados por la humanidad ha llegado a un punto en el que quizá la ciencia y la ficción (y en particular la ciencia ficción), de un modo parecido al de las partículas entrelazadas, sin ser la misma cosa, estén unidas en su núcleo profundo o compartan un vínculo que las hace determinarse una a la otra.
Es hasta cierto punto evidente el modo en que la ciencia ficción depende o es afectada por la ciencia: se nutre de ella para reelaborar de manera lúdica e imaginaria sus aplicaciones posibles. Quizá no sea tan claro cuál podría ser la relación a la inversa, más allá de lo que ya hemos apuntado acerca de la ficción. ¿De qué manera podría la ciencia nutrirse o verse afectada por las construcciones imaginarias que su contraparte produce a partir de ella? Para dar con la respuesta, hay que observar que la ciencia ficción, en sus distintos momentos y expresiones, no se presenta como una mera deriva hipotética del estado actual de la ciencia, sino, antes bien, como una advertencia, como la ideación de un escenario ficticio pero posible que debe movernos a la reflexión. De Julio Verne a Ursula K. Le Guin, de Orson Welles a Isaac Asimov y la serie de televisión Black Mirror, la ciencia ficción no representa únicamente una incitación o desafío que conmina a los científicos a alcanzar lo que el ingenio literario y la imaginación cinematográfica van proyectando como posibilidades, sino fundamentalmente un cuestionamiento sobre el decurso que la ciencia y sus aplicaciones técnicas han tomado en las sociedades contemporáneas, sobre sus efectos sociales y psicológicos, y sus implicaciones éticas y políticas. Representa una llamada de atención que busca hacernos repensar el sentido mismo de hacer ciencia: cuál es su propósito, para qué y para quién sirve, y cuáles son sus saldos materiales y humanos.
Éste es el desafío que la ciencia ficción dirige a la ciencia. Al día de hoy, sin embargo, la eficacia de esta comunicación no parece arrojar el mejor de los resultados, a pesar de que, como es un lugar común afirmar, en muchos sentidos la ciencia ha alcanzado a la ficción. Sólo la experiencia del futuro revelará en qué medida ha sabido la ciencia ser receptiva a esa afección fantasmagórica que su contraparte, con tanto ingenio e insistencia, intenta generarle.